martes, 23 de junio de 2015

Con reposo de té de las cinco, pero tomaba café.

La experiencia es un grado. O tal vez dos. 
Una vez me encontré compartiendo mesa con un octogenario sabio y culto, acostumbrado a las ponencias y al estrado. Su conversación estaba llena de poso, de significancia profunda. En algún momento de su vida adoptó la técnica del acróstico para sus ponencias. Cuando te encuentras con alguien así no puedes hacer menos que prestar tu oído, porque todo lo que destila de esas personas es oro puro. En la sobremesa, y después de una buena comida nos dijo: “El buen café debe ser Caliente, Amargo, Fuerte y Espeso”. Aquel hombre, como buen Galés, hablaba despacio, con cierta calma, como midiendo las palabras; con la tranquilidad del que tiene el trabajo ya hecho y con flema inglesa; con reposo de té de las cinco, pero tomaba café.
El café es una bebida mística que hemos domesticado, pero guarda su poder y sus cualidades casi intactas. Dos mil doscientos cincuenta millones de tazas de café se consumen al día en el mundo, y aún así no conseguimos banalizarlo. Y es que, en cada una de sus multiples formas, el café siempre es algo especial.
El café matutino. A morning without a coffe is like sleep.
El café de la media mañana. Una brecha en el espacio tiempo para desconectar y retomar fuerzas. Un breve momento para ti. Tuyo. Que te reorienta, te redirige, te enfoca. Un respiro rutinario que rompe la rutina.
El café postprandial. El café que combina con el mejor postre: la sobremesa. El café que muchas veces viene seguido de un segundo café, porque, ya que estamos sentados, juntos y charlando, vamos a estirar un poco el tiempo con otra taza.
El café de la media tarde. Que algunos ya prefieren menos cargadito, o directamente descafeinado.
El café de la noche. Cuando la noche está comenzando, sean las once, las doce o las tres de la mañana.
El café del reenganche. Te lo tomas cuando hace 24 horas que no duermes y esperas aguantar otras 12.
El café del estudiante. Que se hace a primera hora y dura todo el día. Que mancha los apuntes de Fisicoquímica, y que consigue mantenerte centrado.
El café del que tiene prisa. Quema la boca y arde en la lengua –la próxima vez lo pido templado-
El café del que no tiene prisa. Que se toma lentamente, se sabore y nos conecta inconsciente mente con las leyes del hedonismo más primario –me tomo un café, simplemente por quiero, porque me hace disfrutar de un momento agradable.-
El café de las cosas importantes. Ese que te tomas como excusa para charlar con un amigo. Que acompaña historias, que moja churros, que aromatiza conversaciones trascendentes e intrascendentes.
El café del futuro un tanto incierto. Ese que acompaña tus reflexiones, que colabora en tu enfoque, que tomas cuando hay elegir un camino.
El café que deseas y no siempre tomas. El que quieres tomar con todos los amigos que hace tiempo que no ves. Que siempre nombras, pero que no siempre cumples.
El café es una bebida mágica. Su color oscuro, su potente aroma, su inyección de energía. Un café puede dar sentido a toda una mañana, o puede llenar de significado una tarde. Un café cuando estás solo significa reflexión, y cuando estás con amigos aporta una chispa. Un café es una pausa en el camino, un recuentro con tu yo pasado y todos los cafés que ha tomado. Un salto temporal hacia lo intemporal.
Tomarse un café, aunque sea en un Starbucks, siempre es una cosa bien hecha, un momento para disfrutar. Te invito a que, en tu próximo café, te pares un segundo a pensar en su significado, en la cantidad de veces que te ha ayudado, que te ha acompañado. Hay que disfrutar de las cosas pequeñas, de las de todos los días.

Ahora mismo, lo que más me apetece es tomarme un buen café contigo.

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